Introducción
Si la democracia es el gobierno del pueblo… ¿por qué no la dejamos a su voluntad? Parece ser esta la pregunta de aquellos que suponen que el pueblo les da un mandato eterno, poderes plenos y libertad de acción, con tal de resolver los problemas inmediatos que interfieren con el bienestar de una sociedad.
En los últimos años vimos aparecer outsiders de la política y del poder que, a partir de una notable habilidad para leer situaciones puntuales e identificar carencias, han llegado al gobierno de países cuyos problemas parecen endémicos. Vale aclarar que esos outsiders logran alcanzar el gobierno sin soporte de partidos políticos y, en la mayoría de los casos, sin tradición política.
Llegan al gobierno como salvadores de una nación a la deriva, pero débiles de poder político, el que por ende deben construir para sostener su posición ganadora. Para ello, los outsiders que alcanzan el poder neutralizan su debilidad política haciendo foco en las promesas de campaña buscando adhesiones de una sufrida sociedad que, frente a tantos fracasos, le otorga ese poder de manera incondicional.
Es que la sociedad, en general, no está al tanto ni comprometida con las leyes. Sólo con el reclamo. El outsider rápidamente actúa sobre las carencias y, si logra resultados inmediatos, forma un rebaño sobre el que ejerce supremacía, adueñándose del poder y diluyendo cualquier oposición a la que expone como burocrática, rígida y sostenida en leyes que no han dado respuestas a los reclamos de esa ciudadanía frustrada por años.
El vacilar de la democracia
Con el paso del tiempo, con propaganda exacerbada y con un sistema de comunicación triunfalista, el gobernante outsider puede hacer que sus logros reales generen una coraza impermeable sobre su persona, a punto tal de transformarse definitivamente en la ley, aunque exista otra ley. Es así cuando la supremacía puede determinar que el gobierno del pueblo sea, por decisión de un pueblo adormecido por haber logrado lo necesario, el gobierno de una sola persona. Una persona que sea la Ley. Es allí donde la democracia vacila.
El caso del presidente Bukele es una muestra del vacilar de la democracia. No cabe duda que Bukele logró lo que ningún otro presidente latinoamericano había alcanzado, ni siquiera aquellos líderes y estadistas del pasado: lograr el 85% de los votos en una elección libre. Claro, Bukele cumplió con la promesa de devolver la seguridad a los salvadoreños resolviendo de una manera tan eficiente como dudosamente violenta, la inseguridad generada por las bandas narco que azotaron al país y mantenían como rehén al país entero.
La admiración por Bukele pudo más que la ley, que no permitía la reelección pero que, frente a la efervescencia popular, el nuevo líder no hizo otra cosa que “escuchar el pedido de su pueblo”. Tal como lo hicieron otros supuestos líderes que determinaron las épocas más oscuras.
Parece relevante preguntarnos: ¿Acaso el clamor popular puede más que una ley permanente? ¿Acaso el clamor popular es el que da permiso para que quién gobierne continúe indefinidamente en el poder?
El desafío de la sucesión
Vivimos momentos de tensión social, especialmente en nuestra región, la que se ve azotada por carencias básicas como la inseguridad, el terror del narcotráfico, la falta de presencia y de eficiencia de los estados para cubrir necesidades de educación y salud. Y la pobreza y la desigualdad. Son temas sensibles y aptos para cualquier discurso o relato que prometa el cielo en este infierno, y es allí dónde aparecen los pescadores de autoridad, quienes generalmente suenan anárquicos y con una postura contracorriente frente a la política “tradicional”.
Esa política que, según los outsiders, no da respuesta. Esos pescadores de autoridad, en esa búsqueda de fortalecimiento del poder individual y de supremacía, corren el riesgo de confundir autoridad con abuso. Dar satisfacción a cambio de libertades promovidas por la legalidad.
Tal vez el abuso sucede porque esos outsiders no planifican su sucesión por suponerse eternos. Y no se dan cuenta que esa falta de sucesión intencional, los omnubila, los inmortaliza y después reaccionan cuando ya es tarde. Y la sucesión es entender que el poder se consolida cuando se entrega y no cuando se tiene. Dar poder es tener poder.
Pero el ser humano es débil, el poder no. Sabemos que de la supremacía al abuso hay un límite imperceptible. Y ese abuso finalmente termina con la libertad y somete, al principio de manera silenciosa, pero después se manifiesta directamente. Y en ese momento es tarde. Aparece el caos, la contracorriente, la búsqueda de las formas para convivir sin conductismo.
Conclusión
Por todo eso, una democracia no debe vacilar. ¿Acaso el clamor popular puede permitir que un gobierno pueda negociar su permanencia y poner en duda la libertad por falta de legalidad, sólo por cumplir promesas y cubrir carencias, que son parte de la obligación de un gobernante?
Siguiendo con el ejemplo de Bukele, aceptamos y comprendemos que ganó una elección con la abrumadora mayoría y respaldo popular. Pero debiese entender que no hay que confundir oportunidad con eternidad. Bukele, para pasar a la historia, debiera construir su sucesión para no eternizarse, y ese es su mayor desafío, el que pone a prueba su capacidad política.
Como en todo tipo de gobierno, sea familiar, empresarial o de un país, el suceso es producto de una sucesión ordenada. Los líderes que se suponen inmortales no existen. Lo inteligente es armar una estructura, sostener una línea, respetar la legalidad y sostener las ideas más allá de los personalismos. Es el pueblo y no un gobernante de manera autocrática y autoreferente el que debe decidir cambiar sus leyes con sentido de profundidad y no de inmediatez.
Que viva la democracia, y que nunca vacile.