Durante más de 35 años, Ozzy Osbourne ha sido un ícono indiscutible del rock, representando una forma de vida fuera de los cánones establecidos. Para innumerables generaciones de jóvenes, Ozzy no fue solo un artista, sino un faro en medio del caos, una voz peculiar que hablaba directamente al alma.
Detrás del mito de la imagen perturbadora y la reputación de «devorador de murciélagos», se escondía el niño travieso que siempre sacaba la lengua en las fotos. Ser fan de Ozzy en la escuela no era tarea fácil, pues a menudo se le miraba como un bicho raro. Sin embargo, ese amigo importante valía la pena defender, pues era el que empujaba al chico tímido a atreverse a salir de la caja y a enfrentar el mundo.
Un Concierto que Marcó una Vida
Nada marcó más mi relación con Ozzy que su concierto en Chile en 1995. Tenía 19 años, estudiaba una carrera que me asfixiaba y me sentía emocionalmente comatoso. Cuando se anunció el regreso de Ozzy tras su fallido retiro, supe que tenía que estar ahí. Rendí un examen adelantado, tomé un destartalado bus rumbo a Santiago y me alojé con una familia que apenas conocía.
Llegué temprano al Teatro Caupolicán, con la idea de estar lo más cerca posible del escenario. El ambiente era salvaje, con mosh pits, escupos y golpes. Aguanté horas apretado contra la reja, deshidratado y al borde del colapso, pero feliz. Cuando Ozzy apareció, levitando casi irreal, el teatro entero se volvió una sola garganta, una sola energía. Yo estaba a un metro exacto de la leyenda viviente, intentando capturar cada instante con mi vieja cámara.
Una Despedida Gloriosa
Han pasado treinta años desde esa tarde de agosto de 1995. Ozzy Osbourne vivió 76 años, más allá de cualquier pronóstico, conociendo su alocada vida y sus muchos excesos. Su reciente partida fue gloriosa, con un tributo como el de Freddie Mercury, pero en vida, recibiendo un reconocimiento total por parte de las más grandes bandas y talentos del género.
En su ciudad natal, Birmingham, en el estadio de su equipo, Aston Villa, Ozzy cantó sus himnos en solitario y junto a sus hermanos de Black Sabbath, ovacionado por los asistentes y por millones que siguieron la transmisión en el mundo entero. Sentado en un trono, sin poder levantarse, emocionado hasta las lágrimas, dio su voz hasta el último estertor. Podía haberse desintegrado ahí mismo, en la apoteosis del reconocimiento global. Pero esperó unos días. La tarea ya estaba cumplida.
Ozzy se fue en paz, sin deudas, con la certeza de haber cumplido su misión en esta vida. Y lo hizo, sí, sobre los hombros de gigantes: de Tony Iommi, Randy Rhoads, Jake E. Lee, Zakk Wylde, Geezer Butler y Bob Daisley. Pero también gracias a un don, un carisma y una intuición únicos, que lo hicieron llegar a lo más alto y mantenerse ahí por décadas.
Como tantos fans en el mundo, me siento afortunado de haberlo visto, de haber sentido su magia, de haber gritado su nombre hasta desgarrarme la garganta. Agradecemos cada disco, cada error, cada show en que lo dio todo, incluso cuando no le quedaba nada. Porque Ozzy nos enseñó que se puede sobrevivir al infierno con una carcajada, que el alma también puede tener cicatrices y seguir cantando. Y por eso, por todo eso, no hay muerte posible. Ozzy no se va. Ozzy se queda. En nosotros, y en los fans que vendrán.