La desolación no acontece en circunstancias extraordinarias, sino que suele alojarse en la vida común y corriente: en las carreteras que conectan Rengo y Talca, en las líneas férreas de pequeñas localidades, o en las calles del centro de Santiago. Es ahí donde Sergio Sepúlveda sitúa a sus protagonistas, mujeres solas que cargan con el peso del trabajo, de su propia existencia.
Sepúlveda es preciso al bosquejar toda una fauna social, marcada por el hastío y el consumo, con situaciones tan típicas como inverosímiles: trifulcas entre automovilistas, ofertas de telefonía e internet molestosas e inoportunas, adolescentes lascivos y procaces, panelistas del matinal hablando sobre la compatibilidad de los signos y los números de la suerte. Pero detrás de esta cotidianidad, se esconde una realidad desigual y desapegada, donde las mujeres son los rostros principales.
Retratos de una Clase Media Empobrecida
Sepúlveda nombra con precisión las tipologías laborales de sus protagonistas: cajeras de supermercados, meseras de fuentes de soda, trabajadoras de una multitienda, de una agencia de publicidad, de una fábrica de tomates o personal médico de un hospital de región. Todo el sector comercial o estatal asociado a una clase media empobrecida, con jornadas extenuantes y salarios paupérrimos.
La descripción espacial que realiza el autor en concomitancia con la construcción de atmósferas personales, esas trayectorias vitales que serán puestas en entredicho, evoca reminiscencias de autores como James Joyce o Raymond Carver. Símbolos recurrentes, como la nieve, operan como trasfondo de derroteros emocionales o narrativos.
Deconstruyendo la Hegemonía Neoliberal
Los personajes de este libro buscan escapar, pues no soportan sus vidas. Necesitan una redención, algo que rompa la rutina, el trabajo, la depresión, la falta de ideales o de utopías. Algo que pueda refulgir, aunque no trascienda. Aunque roce el peligro o la fatalidad. El delito.
La concisión de las historias no hace más que delatar la crudeza —personal y comunitaria— sumada a la falta de sentido que, como una ráfaga de viento helado, golpea la cabeza. Nuestra subjetividad neoliberal, esa que nos impide configurar una existencia digna. No hay remedio, ni salvación, ni perdón, salvo la obsesión o la locura. O la muerte.
Pero algo tenemos que hacer, pienso. La invitación a la acción, desde la ficción, sigue teniendo validez en nuestro presente. Para advertir las sombras, pero también las luces. Como diría Nietzsche, ser contemporáneo implica algo más que vivir simplemente en un contexto histórico determinado: supone una actitud reflexiva y crítica. No solo individual, también comunitaria. Porque nadie se salva solo.