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La Ética Tramposa: Cómo la Astucia se Convirtió en la Nueva Virtud

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La Ética Tramposa: Cómo la Astucia se Convirtió en la Nueva Virtud

Vivimos en una época donde el tramposo ya no se oculta, ni se excusa, ni se avergüenza. Al contrario, se le aplaude si lo hace con inteligencia, se le premia si logra resultados y se le convierte en referente si sabe contarlo con una buena narrativa. El que se cuela en la fila sin recibir reproche, el que revende con sobreprecio y es llamado «emprendedor», el que evade impuestos mientras da charlas sobre superación: todos forman parte de una misma normalidad que ya no distingue entre lo astuto y lo injusto. La trampa ha dejado de ser una anomalía del sistema, convirtiéndose en su estrategia más funcional.

Del rincón oscuro al centro del escenario

Lo más inquietante es que nadie se escandaliza. Porque todos, en algún nivel, entienden la lógica que se impone: si el entorno premia la trampa, resistirse a ella no solo parece inútil, sino tonto. El sujeto no nace tramposo, aprende. Se forma en un entorno donde los discursos dicen una cosa, pero los premios van hacia otra. Se le habla de esfuerzo y mérito, pero lo que ve es que el que llega más lejos no siempre es el que más se sacrifica, sino el que sabe moverse mejor entre las grietas, el que domina la técnica del atajo. Y así, sin grandes debates éticos, la trampa se vuelve sentido común.

La Ética Tramposa como Filosofía Instaurada

Lo grave no es que se transgredan las normas, sino que ya no se les reconoce como tales. La trampa se ha convertido en una práctica institucionalizada, modelada desde arriba y replicada desde abajo. El político que roba pero inaugura obras es reelecto, el empresario que precariza es celebrado como líder, el influencer que manipula es admirado por su carisma. En este entorno, el ciudadano promedio entiende que la honestidad no cotiza, que lo correcto no paga y que lo importante es llegar, a cualquier precio.

La trampa, además, se disfraza. No se llama así, se le llama «saber moverse», «ser realista», «no ser gil». No se asume como falla, sino como estrategia adaptativa. La astucia reemplaza a la virtud, la apariencia reemplaza a la integridad, y lo que antes se habría llamado cinismo, hoy se traduce como inteligencia emocional. La ética no desapareció, se externalizó, se volvió un adorno, una narrativa de campaña, una excusa de marketing.

El Triunfo de la Trampa: Cuando el Éxito Reemplaza a la Ética

Lo más perverso es que esta ética tramposa no solo se reproduce, sino que se romantiza. El tramposo no es solo funcional, es inspirador. Se le convierte en historia de éxito, en gurú de negocios, en ícono pop. El relato de que «todos lo hacen» se impone como justificación, y la frase «si no lo hacés vos, te pisan» reemplaza cualquier sentido de responsabilidad colectiva. En ese paisaje, lo justo parece torpe, lo honesto parece lento, y lo genuino parece débil.

Una sociedad que convierte la trampa en virtud no solo se vuelve injusta, sino invivible. Produce sujetos desconfiados, relaciones frágiles y comunidades rotas. Produce, sobre todo, una generación que ya no cree en el bien común, sino en la supervivencia individual, que mide todo en términos de utilidad y que, frente a cualquier conflicto, responde: «¿Y a mí qué me toca?»

¿Y si el verdadero triunfo de la trampa no fue corromper las reglas, sino convencernos de que ya no valen la pena?

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