En un mundo cada vez más mediatizado, es común ver a líderes políticos compartiendo su día a día en redes sociales. Sin embargo, esta «política de la selfie» ha derivado en una industria de autopromoción que difumina los límites entre lo institucional y lo personal.
La personalización extrema del poder ha llevado a que las autoridades dejen de representar a la institución que sirven, para pasar a representar su «marca personal». Esto se traduce en una comunicación pública centrada en stories, reels y frases inspiradoras que poco aportan al debate real.
Pero hay un problema de fondo: las redes sociales no llegan a todos. Según datos del INE y estudios de Fundación País Digital, solo el 31,5% de los mayores de 60 años declaró usar Internet, y menos del 23% realiza trámites en línea. Esto significa que basar la comunicación pública en redes sociales personales refuerza una exclusión digital que afecta especialmente a quienes más han servido a nuestra sociedad.
Volver a la comunicación pública sobria
En un país donde más del 19% de la población tiene 60 años o más, y se proyecta alcanzar el 31% para 2050, exigir que la comunicación oficial fluya por canales institucionales y no personales es una demanda de sentido común y justicia.
Esto no significa renunciar a la transparencia o la participación. Al contrario, es poner el foco en el contenido por sobre la imagen, restituyendo el protagonismo a la institución por sobre el individuo. Es recordar que el cargo es transitorio, pero la función pública es permanente.
Hacia una comunicación pública inclusiva y centrada en el ciudadano
Las autoridades deben volver a ser canales transparentes de información institucional, con vocería técnica, contexto y foco público. Esto permitirá llegar a todos los ciudadanos, independientemente de su edad o acceso a las redes sociales.
Solo así podremos construir una democracia más sólida, donde la comunicación pública esté al servicio de la ciudadanía y no de la autopromoción personal.