Chile se encuentra en una encrucijada, habiendo transitado por una peligrosa pendiente de polarización y confrontación política en los últimos años. Desde el movimiento estudiantil de 2011 hasta los fallidos procesos constitucionales, hemos sido testigos de cómo una generación forjada en el conflicto y la lógica de la barricada ha llegado al poder sin haber aprendido aún el arte del diálogo y la construcción de consensos.
La llamada «generación del 2011» irrumpió con fuerza, denunciando un modelo que había profundizado las desigualdades y demandando, con justa razón, mayor justicia social. Sin embargo, ese movimiento derivó rápidamente hacia una estética de la confrontación, donde la toma de recincios, la presión callejera y la deslegitimación de las instituciones se convirtieron en prácticas habituales. De ahí emergieron muchas de las figuras que hoy ocupan cargos de poder, consolidando una cultura política que valora más el conflicto que el acuerdo, la pureza ideológica sobre la responsabilidad democrática, y la épica del desorden por encima del trabajo institucional.
El Camino del Bien Común
Pero Chile conoce otro camino. Durante más de dos décadas, la Concertación y luego la centroderecha agrupada en Chile Vamos supieron sostener un país que, con todas sus limitaciones, logró avances reales: estabilidad política, crecimiento económico, reducción de la pobreza y expansión de derechos sociales. Entre 1990 y 2010, Chile avanzó de manera sostenida gracias a una política de acuerdos, donde centroizquierda y centroderecha supieron encontrarse en un amor compartido por el país, más allá de sus diferencias.
Hoy, en cambio, vivimos un clima de permanente enfrentamiento. Una izquierda que ha extraviado el horizonte del diálogo y se enreda en discursos identitarios sin eficacia real. Y una derecha tentada por la arrogancia de «la mano dura», incapaz de leer el hastío ciudadano frente a los discursos del odio y la exclusión. Ambos extremos parecen más interesados en imponerse que en encontrarse.
La Moderación como Camino
Chile no necesita salvadores ni demagogos, ni discursos mesiánicos que prometen cielos nuevos mientras el país arde. Necesita hombres y mujeres con vocación de servicio, experiencia en el Estado y templanza en el alma. Personas con respeto por la historia, y con el coraje de construir con otros. Elegir a alguien moderado no es rendirse ni resignarse: es elegir el realismo, la esperanza concreta y la gobernabilidad posible.
Optar por líderes moderados no se traduce en tibieza ni ambigüedad moral. Es, por el contrario, asumir con coraje el compromiso político más exigente: trabajar por el bien común en un país fracturado. Desde Aristóteles, el bien común ha sido entendido como aquello que permite a todos los ciudadanos desarrollarse plenamente como personas. Tomás de Aquino lo reafirma al decir que el bien común es más divino y más estable que el bien individual.
Hacia un Futuro de Diálogo y Consenso
Frente a este panorama, elegir moderación no es una renuncia a las transformaciones que Chile necesita. Es la única vía para hacerlas viables y justas en un contexto complejo y plural. No hay justicia sin conversación, ni cambios reales sin negociación. La radicalidad que hoy necesitamos no está en el grito ni en el dogma, sino en la valentía de volver a poner el bien común por encima de las trincheras.